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aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados, y la carne estaba blanda y
gelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida.
Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una
hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea
chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su
vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba
prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad
de Hansen, la lepra.
Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió
su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero
de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger...
 ¿Cuándo regresará el doctor Flanders?
 A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece...?
 Sí.
Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la
campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se
había intensificado. Parecía emanar de la carne misma.
Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia
médica que había comprado hacía muchos años. El texto era exasperantemente vago.
Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna.
Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tic tac del viejo reloj marino
montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y
agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración.
Seguía mirando el libro.
El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora
brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo
desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente
inconfundible, de un libro.
Y yo no era el único que miraba.
Abrí los ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un
poco, pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras
impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y
también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un
libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa.
Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mi sala
transformada en una casa de horrores.
Lancé un alarido.
Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo
instante vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos se asomaban
insensatamente a la superficie.
Pero no fue eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un
monstruo.
El «buggy» de las dunas bajó por la pendiente de la lona y Richard lo detuvo junto al
porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa
situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudó a subir al vehículo.
 Muy bien, Arthur  dijo . Tú mandas. ¿A dónde vamos?
Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar.
Richard hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y
partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo
hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar... Y demasiadas cosas para sentir. Ellos
estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta de que hacían esfuerzos por espiar
entre las vendas, exigiéndome que se las quitara.
El «buggy» se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía
levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con
sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente v del otro lado del agua, las nubes
oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.
 A tu derecha  dije . Junto a esa tienda. Richard detuvo el «buggy» junto a los
restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor de arena. Metió la mano en la parte
posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi.
 ¿Dónde?  preguntó Richard inexpresivamente.
 Allí  respondí, señalando.
Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala
en el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por
encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más
altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del
crespúsculo.
Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo
habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que
habían podido ver... y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico
también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía.
 No hay nada aquí, Arthur.
Arrojó la pala sucia en la parte posterior del «buggy» y se dejó caer, cansado, en el
asiento. La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la
playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada
del vehículo. Me picaban los dedos.
 Me usaron para transportarlo  dije con voz opaca . Están asumiendo el control,
Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me
descubro en pie delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro o una lata
de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo,
viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco...
 Arthur murmuró . No, Arthur. Eso no.  Bajo la luz menguante su rostro tenía una
expresión compungida . Has dicho que estabas en pie delante de algo. Has dicho que
transportaste el cuerpo del chico. Pero tú no puedes caminar, Arthur. Estás muerto de la
cintura para abajo.
Toqué el tablero de instrumento del «buggy» de las dunas.
 Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías
hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera.  Oí que mi voz aumentaba de
volumen histéricamente . ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico,
Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo!
 Creo que será mejor que consultes a un médico  dijo con tono tranquilo .
Volvamos.
 ¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua...
 Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama.
 Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta...
 Cuando fui a buscar el «buggy» telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una
persona más chismosa que ella, en todo el Estado. Le pregunté si había oído el rumor de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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