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de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía
sin incurrir en una gran responsabilidad, y que era preciso
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que el proceso siguiera su curso ordinario.
Werther sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez
que consintiese en hacer la vista gorda respecto a la evasión
del prisionero; pero también sobre este punto fue inflex-
ible el magistrado.
Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso
tomó parte en la discusión para apoyar lo dicho por el
juez. Werther, en vista de esto, enmudeció y se alejó con
el corazón traspasado de amargura mientras el juez repetía:
No, no; nada puede salvarle.
No es difícil calcular la impresión que estas palabras
hicieron en el ánimo de Werther, conociendo algunas frases
escritas, sin duda, aquel mismo día que hemos encontrado
entre sus papeles.
¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que
nada puede salvarnos.
Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del
juez, causó a Werther extraordinaria extrañeza. Creyó
descubrir en sus palabras una alusión a él y sus
sentimientos, y, por más que algunas maduras reflexiones
le hicieron comprender que aquellos dos hombres podían
tener razón, se resistía a abandonar su proyecto y sus
ideas.
Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se
refiere a esta circunstancia y expresa tal vez sus verdaderos
sentimientos para Alberto:
¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado?
¡Ah! Cuando así se me desgarra el corazón, ¿puedo yo
ser justo?
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***
La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo.
Carlota y Alberto se volvieron a pie. De vez en cuando
volvía ella la cabeza, como echando de menos la compañía
de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su amigo
y le censuró con justicia. Habló de su desgraciada pasión,
y dijo que había debido alejarse por su propio interés.
Yo lo deseo también por nosotros añadió , Y te
ruego, Carlota, que trates de dar otro giro a sus ideas y
sus relaciones contigo, diciéndole que escasee sus visitas.
La gente empieza ya a ocuparse de esto, y yo sé que
somos objeto de juicios poco caritativos.
Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el
motivo de ésta reserva. Desde aquel momento no volvió
a hablar de Werther: si ella, por casualidad o
intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo,
él mudaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa
de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último
resplandor de una llama moribunda. Cayó en un
abatimiento cada vez más profundo, y una desesperación
mansa se apoderó de él cuando supo que quizá le llamarían
para declarar contra el asesino, que procuraba defenderse
negando su crimen. Todo lo que había sufrido hasta
entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos
en casa del embajador, sus proyectos frustrados, todo,
en fin, lo que le había herido o contrariado, acudía en
tropel a su memoria y le agitaba terriblemente. Creyéndose
condenado a la inacción por tan repetidas contrariedades,
todo lo veía cerrado a su paso y se sentía incapaz de
soportar la vida.
Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mismo,
consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en
un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la
mujer adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente
sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba
familiarizando cada vez más con el horrible proyecto que
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bien pronto debía realizar
Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta
idea de su turbación, de su delirio de sus crueles angustias,
de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la
vida:
12 DE DICIEMBRE
Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe
parecerse al de los que antiguamente se creían poseídos
del espíritu maligno. No es el pesar, no es tampoco un
deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre lo que
me desgarra el pecho, me anuda la garganta y me sofoca.
Sufro, quisiera huir de mí mismo, y paso las noches va-
gando por los parajes desiertos y sombríos de que abunda
esta estación enemiga.
Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe
que el río se había salido de madre, que todos los ar-
royos de Welhein corrían desbordados y que la inundación
era completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando
rayaba la medianoche, y presencié un espectáculo
aterrador. Desde la cumbre de una roca vi a la claridad de
la luna revolverse los torrentes por los campos, por las
praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo
todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente
y espumoso, azotado por el soplo de los huracanes.
Después, profundas tinieblas; después la luna, que aparecía
de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel
soberbio e imponente cuadro. Las olas rodaban con es-
trépito..., venían a estrellarse a mis pies violentamente...
Un extraño temblor y una tentación inexplicable se
apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos
extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme
en él. Sí, arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis
dolores y sufrimientos. Pero ¡ay qué desgraciado soy!
No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males,
mi hora no ha llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo!
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Johann Wolfgang von Goethe: Werther
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¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida humana
para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares
y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha
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