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desesperado, pensé que iba a morir de un momento a otro... pero, una docena de carabinas retumbó
desde la abierta portilla que había a mis espaldas y los hombres alados se derrumbaron acribillados.
Ghor el Oso, mugiendo terriblemente, se izó por la abertura y se unió a mí en la estancia seguido
por los matadores de Koth y Khor, todos sedientos de sangre.
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Almuric Robert E. Howard
La sala estaba llena de yagas, así como las habitaciones adyacentes y los pasillos. Nos pusimos
espalda con espalda, formando un círculo compacto, para aguantar la boca del pozo mientras decenas y
decenas de guerreros subían por la escaleras a toda velocidad para unirse a nosotros, reforzando y
ampliando el círculo. En aquella habitación relativamente pequeña, el estrépito era ensordecedor y
terrible  el entrechocar de las espadas, los aullidos, el mate sonido de los tajos de las espadas al
hundirse en la carne destrozando huesos.
Limpiamos rápidamente la habitación y nos apostamos en la puerta, dispuestos a rechazar
cualquier ataque. Una interminable corriente de hombres llegaba del templo. Y empezamos a avanzar por
las habitaciones contiguas; tras cosa de media hora de encarnizados combates, teníamos un círculo de
salas y corredores  como una rueda cuyo centro estuviera en la sala de la trampilla y los yagas iban
abandonando cada vez en mayor número los parapetos para venir a luchar en aquel cuerpo a cuerpo
furioso. Envié a Thab a que le dijera a Khossuth que cruzara el río con sus hombres.
Estimaba que la mayor parte de los yagas habrían dejado las torres. Se apelotonaban en filas
apretadas en las salas y corredores que había ante nosotros, y peleaban como demonios. Ya he dicho
que su valor no tenía nada que ver con el de los guras, pero cualquier raza pelea con valor cuando el
enemigo ataca su último bastión, y aquellos demonios no eran endebles.
Durante un momento, la batalla pareció detenerse. Nos resultaba imposible avanzar y abrirnos
camino en cualquier dirección, pero tampoco ellos podían hacernos retroceder. Las entradas a las salas,
desde donde lanzábamos tajos y estocadas, estaban sembradas de montones de cadáveres, tanto de
seres peludos como de seres negros como el ébano. Ya no teníamos municiones, y los yagas no podían
emplear los arcos. Era un cuerpo a cuerpo salvaje, pecho con pecho, espada contra espada. Los
hombres se afianzaban en los cadáveres para luchar con los vivos.
Cuando la carne y la sangre parecía que iban a llegar a sus últimos límites, un rugido de tormenta
se elevó hacia los techos abovedados. Surgiendo de los pozos y anegando las salas, una marejada de
guerreros que todavía no había participado en la batalla se unió a nosotros, impacientes por lanzarse a la
lucha. El viejo Khossuth y sus hombres, enloquecidos por las flechas que llovían sobre ellos  esperando
en los fosos babeaban como perros rabiosos, ávidos por alcanzar al enemigo y saciar su sed de
combate. Thab no estaba con ellos. Khossuth me dijo que había sido herido en la pierna por una flecha,
siguiendo a su rey en el puente, en el asalto impetuoso que les condujo de los fosos al templo. Sin
embargo, las pérdidas eran mínimas; no me había equivocado, y casi todos los yagas habían acudido al
interior del palacio, dejando a unos pocos arqueros en las torres.
Y comenzó la batalla más sangrienta y furiosa de que haya sido testigo. Bajo el impacto de
aquellas tropas de refresco, los agotados yagas cedieron y se dispersaron. La batalla se extendió por
nuevos corredores y salas. Los jefes intentaron vanamente retener a los enloquecidos guras y
reagruparlos. Algunos grupos, persiguiendo a los yagas, se separaron del grueso de las tropas; otros se
alejaron corriendo por corredores sinuosos. Por toda la ciudadela retumbaba el ruido de precipitadas
carreras, gritos y entrechocar de aceros.
Se dispararon pocos tiros, silbaron pocas flechas. Era un cuerpo a cuerpo vengador. En salas y
pasillos, los yagas no podían desplegar las alas para asediar a sus enemigos. Tenían que pelear con
armas iguales a las de sus seculares adversarios. Fue en los tejados y en los patios al aire libre donde
nuestras pérdidas fueron más elevadas, pues allí donde podían volar, los hombres alados recurrían a su
táctica habitual.
Evitamos tales lugares en la medida de lo posible, y, en combate de hombre a hombre, los guras
eran invencibles. Oh, morían a centenares. Se vengaban de un millar de eras de crueldad y opresión. El [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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