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reventadas por esos hipócritas de los creechis. Este individuo, Atranda, odiaba a muerte a
los creechis. Le provocaban ataques de locura furiosa y sufría de geoshock o algo así;
tenía tanto terror de que los creechis fuesen a atacar el campamento que parecía una de
esas mujeres que viven temiendo que alguien las viole. De todos modos era útil tener
como aliado al sabiondo local.
Tratar de convencer al comandante no tenía sentido; rápido para conocer a los
hombres, Davidson se había dado cuenta de que era inútil, casi a primera vista. Muhamed
era un hombre de mentalidad rígida. Además tenía un prejuicio contra Davidson, y nadie
le haría cambiar de idea; tenía algo que ver con el asunto de Campamento Smith. Había
llegado a decirle a Davidson que no lo consideraba un oficial digno de confianza.
Era un bastardo testarudo, pero el hecho de que gobernase el campamento Nueva
Java con un sistema tan rígido era una ventaja. Una organización compacta,
acostumbrada a obedecer órdenes, era más fácil de tomar que una liberal compuesta de
individuos independientes, y más fácil de mantener unida en las operaciones militares
defensivas y ofensivas, una vez que él, Davidson, asumiese el mando. Tendría que
hacerlo. Moo era un buen capataz para un campamento de leñadores, pero no era un
soldado.
Davidson siguió tratando de obtener el apoyo leal de algunos de los mejores leñadores
y oficiales jóvenes. No tenía prisa. Cuando hubo reunido un número suficiente de
hombres de confianza, un pelotón de diez, robó algunas armas de la cámara de seguridad
del viejo Moo, en el subsuelo de la Receptoría, que estaba repleta de juguetes bélicos, y
un domingo se fueron a los bosques a jugar
Unas semanas atrás, Davidson había localizado el poblado creechi, y había reservado
el festín para su gente. Hubiera podido hacerlo a solas, pero así era mejor. Se estimulaba
el sentimiento de camaradería, una verdadera unión entre los hombres. No hicieron más
que entrar en el lugar a plena luz del día, y embadurnaron de gelinita a todos los creechis
que pudieron atrapar, y los quemaron, y luego vertieron gasolina sobre los techos de las
madrigueras y asaron al resto. Los que trataban de escapar eran rociados con gelinita;
ésa fue la parte artística, esperar a las ratas miserables a la salida de las ratoneras,
hacerlas creer que se habían salvado, y luego freírlas tranquilamente de pies a cabeza, y
verlas arder como antorchas. Esa pelambrera gris ardía de verdad.
En realidad no era mucho más excitante que cazar verdaderas ratas, que eran casi los
únicos animales salvajes que quedaban en la Madre Tierra, pero había más emoción en
la cosa; los creechis eran mucho más grandes que las ratas, y uno sabía que eran
capaces de reaccionar, aunque esta vez no lo hicieron. En realidad, algunos de ellos se
tiraban al suelo en lugar de huir, se tendían boca arriba y cerraban los ojos. Era
repugnante. Los otros compañeros pensaban lo mismo, y uno de ellos hasta enfermó
realmente y, vomitó después de que hubo quemado a uno de los que yacían en el suelo.
No dejaron con vida a ninguna de las hembras, y no las violaron, aunque no les
faltaban ganas. Todos habían estado de acuerdo con Davidson: un acto así casi podía
llamarse perverso. La homosexualidad se daba entre los humanos, era normal. Estos
seres, en cambio, podían estar conformados como hembras humanas, pero no lo eran, y
era preferible la excitación de matarlas, y conservarse limpios. Esto les había parecido
sensato a todos, y lo habían respetado.
Ninguno de ellos abrió la boca en el campamento; no lo contaron ni siquiera a los
amigos más íntimos. Eran hombres de una sola pieza. Ni una palabra acerca de la
expedición llegó a los oídos de Muhamed. Hasta donde el viejo Moo sabía, todos sus
hombres eran muchachos juiciosos que se dedicaban a aserrar troncos y mantenerse
alejados de los creechis, sí señor; y podía seguirlo creyendo hasta que llegase el día D.
Porque los creechis iban a atacar. En alguna parte. Aquí, o en uno de los
campamentos de Iba lüng, o en Central. Davidson lo sabía. Era el único oficial de toda la
colonia que lo sabía con absoluta certeza. No era ningún mérito, pero él sabía pura y
simplemente que no se equivocaba. Nadie más le había creído, excepto esos hombres a
quienes había Negado a convencer. Pero todos los demás verían, tarde o temprano, que
él tenía razón.
Y él tenía razón.
5
Al encontrarse cara a cara con Selver se había sobresaltado. Mientras volaba desde la
aldea al le de la colina Pase Central, Lyubov intentaba saber por qué se había inquietado,
analizaba por qué se le habían crispado los nervios. Porque, en definitiva, uno no se
aterroriza cuando se encuentra por casualidad con un buen amigo. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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